domingo, 17 de marzo de 2013

PORTACELI, FUGAZ REFUGIO DE MANUEL AZAÑA

             Leo la biografía de Manuel Azaña, último presidente de la II República española, escrita por mi buen amigo, el periodista Miguel Ángel Villena, Ciudadano Azaña. Biografía del símbolo de la II República (editado por Península en 2010). Entre las páginas dedicadas a la destrucción de la España constitucional a manos de los militares golpistas encabezados por Franco surge el nombre de un oasis llamado Portaceli, puerta del cielo, que en este caso más bien podría llamarse puerta de Francia, porque después de Valencia el siguiente destino del gobierno republicano y su presidente fue el sur de Francia, donde murió. Este nombre pertenece a un paraíso de meditación encerrado en un valle de la Sierra Calderona desde donde se divisa el horizonte del Mediterráneo.
            Una vez instalado en Valencia montó su despacho oficial en el edificio de la Capitanía Militar. Pero Azaña dispuso también, en un escenario muy diferente, de una residencia privada en la Pobleta, elegante y amplio chalet de montaña rodeado de pinos y senderos que conducen a las cotas más altas de la sierra, protegido en su entrada por el espléndido monasterio de Portaceli. “Silencio absoluto, sol mediterráneo, olor a flores”, escribió el ciudadano Azaña en sus memorias. Todo un contraste a los aires de incivilidad, violencia, guerra, hambre, represión, que invadían todos los rincones de España.
            Aprovecho un soleado día de invierno para recorrer este paraje y poner una imagen real a las palabras del político republicano. Ya lo hice en años de juventud acompañado por amigos vinculados con los propietarios actuales de la Pobleta. Pero los recuerdos se han borrado, y aunque la morfología del lugar sigue siendo la misma, el espacio se ha transformado en una finca privada de acceso imprevisible. Una valla abierta a los bomberos de incendios forestales, pero cerrada al visitante por un cartel de “prohibido el paso”, me deja inmóvil ante la casa de los guardas que debían supervisar el control de acceso. Al fondo del camino otra casa rural con un alto depósito de agua construido para abastecer las viviendas, marca la ruta de llegada a la gran mansión, que oculta entre pinos, recibe todo el sol de mediodía. A sus espaldas los altos riscos de la Calderona la defienden de los fríos del norte.
            Este es un pequeño espacio casi cerrado, que se abre después de otro aislado valle, el del monasterio. Así que la protección natural es doble. Imposible de localizar por tierra, mar o aire donde se ocultaba el presidente Azaña. Su salud era frágil, su depresión galopante, la falta del apoyo aliado acentuaba la debilidad del gobierno. Pero vivir la tragedia del país, aislado en esta sierra, permitía alargar un poco más la esperanza, los deseos de que la pérdida no fuera irreversible. Cuadernos de La  Pobleta  es el nombre de los diarios que recogen el testimonio de los horrores narrados por políticos e intelectuales que le visitaban. Se le reprochó permanecer tan lejos de los frentes, retirado, casi escondido, pero, en cierto modo, el gobierno garantizaba de esta manera la protección de quien representaba la II República.
            También este escenario natural ha permitido escribir páginas no tan dramáticas. Los novelistas valencianos del Romanticismo crearon historias de secuestros y visitas inesperadas al interior del convento, personalizadas en damas fantasmagóricas y duendes itinerantes, que a través del acueducto de la cartuja franqueaban la frontera entre el mundo real y el retiro cisterciense. Gracias a esta obra de ingeniería, que hoy sigue luciendo solidez, la fresca agua de los manantiales de la Calderona ha saciado la sed de los moradores de esta cartuja creada por el confesor de Jaime I, en 1272, regida por las estrictas normas de San Bruno. Los monjes cultivan naranjos, almendras y hortalizas. El acceso está prohibido a mujeres y es muy restringido para los hombres.
            La Diputación de Valencia salvó el conjunto arquitectónico de este cenobio al adquirirlo a sus últimos propietarios y protegerlo de la ruina. Por efectos de la desamortización en el primer tercio del XIX dejó de ser recinto religioso. La Diputación lo restauró por completo en los años 40 para entregarlo de nuevo a los monjes del Cister. Su pinacoteca conserva cuadros de Ribalta y Alonso Cano. En sus muros resuenan las palabras de su prior Bonifacio Ferrer, uno de los grandes traductores de la Biblia al valenciano.
            Los excursionistas, como yo, que nos acercamos a estos escondidos valles para buscar La Pobleta, las aguas de la Font del Marge o el pico de Rebalsadors, confirmamos el privilegio de determinados espacios naturales. Por su aislamiento, por la presencia lejana del mar, por su localización estratégica, están predestinados a ser un recinto de espiritualidad y aislamiento, incluso para los que intentaron huir de una guerra incivil.  

lunes, 11 de marzo de 2013

JORGE BALLESTER, INCLASIFICABLE


Jorge Ballester nos obligó a prescindir de su presencia artística durante 35 años. Pero, afortunadamente, en el último tiempo su obra vuelve a lucir sobre muros de galerias y salas de exposiciones para deleite de los espectadores que disfrutamos con los creadores, y también con los detractores, del arte contemporáneo. La última cita se está produciendo en la Galeria Punto de Valencia, su casa matriz en cierto modo, porque la familia Agrait fué quien impulsó su etapa de creación colectiva con Joan Cardells bajo el paragüas colectivo de Equipo Realidad, ha sido y es su más reconocido marchante, y ahora acoge de nuevo una atractiva selección de su manera de pintar en solitario en muy diversas épocas. A esa selección de cuadros se agrega  el añadido final de un conjunto de objetos cotidianos a los que Jorge les dota de una nueva dimensión poética y estética. Un inquietante zapato negro transformado de madrugada en araña de altas patas nos recibe rodeado de piedras que son pechos y botellas que pueden ser paragüas. Inquietante dadaísmo.  
La celebración en la galeria de un coloquio sobre la creatividad, en el que acompañaron a Ballester, el catedrático Ramón de la Calle, el escritor Joan Dolç y el profesor y exdirector general de Bellas Artes, Jaime Brihuega, dió nuevo sentido a su actitud contestaria y a su permanente crítica del mercado del arte, permitió desconfiar del oficio del pintor que crece mediatizado por unos gustos mercantiles. Cuando el nuevo ecosistema comunicativo y cultural de la producción de arte en la globoesfera virtual, en la nube intercultural, está poniendo en solfa el sistema tradicional de producción y difusión de la obra de arte, al tiempo que está cuestionando la piramide cultural de minorías y elites que marcan gustos y tendencias de las mayorias, el testimonio de Jorge Ballester vuelve de nuevo con fuerza a tocar las conciencias por su vocación de "antisistema" irredento. Sin saber por qué, ni cómo, ni cuando, lleno de dudas como si tratara de la primera obra, este artista, hijo y sobrino de artistas republicanos españoles, revisa una vez más en esta exposición la gran tradición plástica e iconográfica del arte de entreguerras, de la fotografía del siglo XX, tratando de ocultar su profunda profesionalidad tras el velo de la inocencia, del placer de trabajar sintiendo y buscando emociones.
Nos encontramos en una radical transición ideológica y estética del oficio y del mercado artístico. En esta encrucijada los francotiradores como Jorge Ballester siguen con la mirada puesta atrás, para recordar los instrumentos y los valores tradicionales que no hay que abandonar en ese salto en el vacío en el que parecemos todos embarcados por necesidad. A ese futuro nos apuntamos tambien, pero en tono crítico, aportando el bagaje sabio de las escuelas y movimientos estéticos que nos precedieron. Las nuevas lecturas de Picasso, Braque o Duchamp que aporta la ironía estética de Ballester  nos permiten desacralizar el arte contemporáneo, en especial el de las vanguardias de entreguerras, para incorporarlo al nuevo equipaje que exige la situación de cambio. Pero a Jorge que no le esperen ya en ese futuro. Desconfía de su virtualidad. Tal vez por eso ha vuelto, y en tres años ha presentado todo el conjunto de la obra que había construido durante décadas de silencio. Lo suyo no es un juego, porque le duele mucho vender sus cuadros, desprenderse de su obra. Es la actitud moral del que no quiere participar del ritual compro-vendo cuando lo que hace es arte inspirado, construido desde la emoción y la memoria.