sábado, 11 de agosto de 2012

TEATRO Y AUTONOMIAS: DEL CAFÉ PARA TODOS AL CAFÉ ¿CON O SIN?

             Café para todos es la expresión que ha popularizado el dilema en el que se encontraron nuestros/as diputados/as constituyentes a la hora de diseñar un proceso autonómico. El reconocimiento explícito de las nacionalidades históricas servía de puente para dotar de autonomía política y económica otros territorios nacionales, aunque no la reclamaran. La profunda crisis de estos últimos años está siendo territorio abonado para los nostálgicos de una España centralista, de un Estado gestionado desde Madrid, depositario de las esencias de la unidad nacional que inventaron durante el franquismo. De nuevo los mal llamados patriotas están buscando la oportunidad para aplicar un reduccionismo centralizador y cerrar paso a otros caminos vinculados a la diversidad histórica de los pueblos de España y a la reflexión federal.
El proyecto del café para todos ya ha realizado un largo camino, que no tiene marcha atrás. Durante tres décadas ha dado un impulso irreversible y una riqueza incuestionable a las 17 autonomías. Pero ahora este sueño se ha roto, porque somos más pobres de lo que creíamos y nuestras economías  ya no alcanzan el final de mes. Ha llegado el tiempo de añadir a ese café la peculiaridad de cada territorio, en función de su realidad y sus necesidades, y buscarle el complemento adecuado, que en algunos casos representará añadir un poco de agua o leche al interior de su taza.
Porque parece indudable que los recortes y las tijeras no van a dejar a salvo la cultura. En la producción cinematográfica el descenso de actividad es imparable, y en las artes escénicas, muy respaldadas por las administraciones autonómica y local, la ausencia de contratación y subvención empiezan a ahogar unas estructuras de creación y producción bastante precarias. 
Las artes escénicas, entendidas como sistema de producción artística sostenido por un tejido de iniciativas públicas y compañías privadas, no están exentas de intervención en esta etapa de recortes y vacas flacas. Más bien al contrario. Aunque la industria cultural sea para los nuevos profetas de los llamados mercados la guinda del pastel del ocio y el entretenimiento, el furgón de cola del tren social, se piensa que ha llegado el momento de apostar por la cultura de la no subvención y reducir a la mínima expresión la presencia de lo público. Con sanidad y educación estamos hablando de macroeconomía, de derechos sociales fundamentales.  Pero, con las artes escénicas nos referimos al recorte ejemplar, al tijeretazo en lo  “superfluo”.                                                                              
 Es indudable que la gestión cultural autonómica ha dado consistencia a un tejido de producción y creación, ha permitido levantar nuevas infraestructuras, y por tanto ha incrementado la exhibición y las opciones del público local. Pero este estimulante balance tiene algunas zonas de sombra que a partir de la actual encrucijada pueden quedar en el futuro mejor iluminadas. La España de las autonomías ha generado un nuevo proteccionismo de lo propio, de lo nuestro frente a lo de otros, unas barreras psicológicas de alejamiento entre unas y otras realidades culturales de España, transformando en excepcionales las vías interautonómicas de colaboración, los compromisos de algunas consejerías con el Ministerio de Cultura, por citar sólo algunos ejemplos de actuaciones que ahora tendrían el terreno abonado para salvar la situación de penuria.
El crítico Marcos Ordoñez, en su “Telón de fondo”, describe un panorama bastante drástico en ese sentido: se crearon los Centros Dramáticos en España, a imitación de los usos franceses, pero no se “siguió el modelo descentralizador del país vecino, donde  un centro de Toulouse solía acoger un espectáculo de Grenoble y viceversa”, ni tampoco el modelo inglés “con un sensatísimo sistema de giras, comandado por los Arts Councils, y una poderosa escena provincial”. El análisis de los primeros años de desarrollo autonómico hizo que, según Ordoñez, “el teatro asturiano se acabó quedando en Asturias, el andaluz en Andalucia y el aragonés en Aragón”.  
Es un proceso que en cierto modo recorrieron determinados medios de comunicación que en el inicio de la transición contaron con una edición o una cobertura para el conjunto del territorio nacional y en ella dieron similar rango informativo y el mismo espacio de difusión a una noticia de  Madrid y a una crónica de Valencia, Bilbao o Sevilla. Cuando la edición o la emisión única se fragmentó en ediciones regionales, el caudal informativo unitario se centró de nuevo en la actualidad de Madrid, entendida en general como el Gobierno del Estado, con algunas exclusivas autonómicas. La mayor parte de información periférica se quedó circunscrita al consumo del lector y el espectador local. A cambio se multiplicaron las inserciones publicitarias y las estadísticas de nuevos lectores, pero el trasvase informativo de unos con otros, la configuración de la actualidad nacional a partir de las realidades de las diversas autonomías, pasó a un segundo plano. Y supimos más de nuestra tierra, pero menos de lo que pasaba en Andalucía o en Cataluña.
Algunos sectores culturales de la Comunidad Valenciana han participado de ese nuevo aldeanismo, que reseña Ordoñez, patrocinado por la España autonómica, pero esas posiciones, también hay que subrayarlo, han coexistido con iniciativas que han transformado la creación local en oportunidad de incorporación a un bagaje universal. El proyecto Odisea realizado en el Mediterráneo con colaboración valenciana y de otros países fue un bello ejemplo. En los nuevos usos administrativos se ha echado mano de la partida de nacimiento para conceder la subvención no al que ofrece un buen espectáculo sino al que más años lleva en la plaza y apuesta por una producción mediocre. Pero esas actitudes gremialistas no han sido generalizadas, y se ha favorecido también proyectos escénicos de origen no valenciano que buscaban enlazar el trabajo local con el nacional e internacional. La compañía L’Om Imprebis, de Santiago Sanchez, las experiencias latinoamericanas de la Compañia Hongaresa y Paco Zarzoso, el impulso interautonómico de Albena Teatre son algunos ejemplos, resultado de un experiencia autonómica, que ninguna relación guardan con el proteccionismo escénico.
 
Los valencianos no tuvimos que reinventarnos para ser merecedores de la transferencia de competencias de Cultura, como algunos pretenden señalar ahora. Nos avala una larga tradición teatral y el hecho indiscutible de poseer una lengua propia, que ya fue vehículo expresivo de poetas y escritores de primera línea. La tradición grecolatina y las primeras manifestaciones escénicas en el ámbito de las ceremonias religiosas y fiestas populares (Misteri d’Elx, Cant de la Sibil.la, Corpus…) representa la primera raíz de una vocación escénica. El drama y la comedia del Siglo de Oro tuvo en Joan de Timoneda un brillante precursor, y en Guillem de Castro y en el ilustre residente por unos años Lope de Vega unos maestros de indiscutible vigencia. La mitad del XIX recupera la lengua propia, catalán o valenciano, en un género muy popular, el sainete, que Escalante desarrolla como indiscutible referente de una generación de dramaturgos aplaudidos por el público. En castellano Arniches, Max Aub, Azorín y Blasco Ibáñez, hasta los años 30, aportaron al teatro valenciano nuevas perspectivas parejas a la evolución de la sociedad española. Luego, en el franquismo y la democracia recuperada, Sanchis Sinisterra, Sirera, Alberola, Gil Albors, Molins y otros incorporaron nuevos códigos dramatúrgicos a una tradición que, como pretendo reseñar, está bien arraigada. Y esto si hablamos sólo de autoría. Porque el balance de interpretes, directores de escena y escenógrafos también sería extenso. Ahora bien, esto no impide criticar el hecho de que una autonomía sin especial tradición teatral haya dado prioridad a la creación de su propio Centro Dramático.
El desarrollo legislativo de las artes escénicas en la Comunidad Valenciana estas tres décadas cuenta con aspectos revisables. El arranque fue bueno al crearse un Instituto público, que situó la gestión de las artes escénicas, cine y música bajo el mismo paraguas. El ejemplo del INAEM parecía el más idóneo. Pero luchas de poder internas rompieron el paraguas y cada área pasó a tener su propia entidad administrativa. Posteriormente las artes escénicas agrupadas en Teatres se independizaron de la tutela política de una dirección general para ser gestionadas conjuntamente por una gerencia y una dirección artística. La última regulación legislativa, aprobada en febrero de 2007, fue una ocasión perdida para recuperar el antiguo Centro Dramático con el nombre de Teatre Nacional Valencià, porque su objetivo principal consistió en equiparar la gestión de la danza y el teatro y amarrar el paralizado proyecto de Ciudad de las Artes Escénica de Sagunto.
En el mundo cultural de la Comunidad Valenciana no se entiende que las iniciativas más ambiciosas desarrolladas en los últimos años se hayan proyectado y gestionado al margen de los institutos específicos de cine, música y artes escénicas. Se creó el Palau de les Arts como espacio de ópera y música sinfónica sin un proyecto sostenible y coordinado con la brillante ejecución que en ese campo antes había desempeñado el Institut Valencià de la Música. Para la construcción de la Ciudad de la Luz (estudios cinematográficos de Alicante de proyección mundial), se acudió al asesoramiento internacional y el audiovisual valenciano se quedó una vez más esperando su oportunidad. Con la Ciudad de las Artes Escénicas (espacio de producción internacional de los clásicos para formación de nuevos intérpretes y técnicos, en una nave siderúrgica rehabilitada) la iniciativa pública perdió gas al provocar su inactividad los mismos que intentaron controlar su desarrollo. Desde una autonomía prácticamente en bancarrota resulta difícil hablar ahora de unos proyectos culturales cuya sostenibilidad e integración en la nueva administración valenciana no estaban garantizadas.
Los recortes en las artes escénicas van a venir por el flanco de la subvención. Los liberales del mercado no entienden que la institución pública  subvencione una actividad privada, que debería mantenerse con los ingresos de taquilla y gestión de otros derechos de imagen y reproducción. Las artes escénicas cuentan además con el inconveniente de producir obras de arte perecederas, que no se pueden comercializar largo tiempo, que no se transforman en bienes de consumo estable. La cultura subvencionada atraviesa un largo desierto. Los gestores locales y autonómicos quieren programar solamente aquella actividad que se autofinancie con la taquilla, y eso ya se sabe que significa programar musicales, tres o cuatro ballets, conciertos y recitales. En fin, por ese camino se llega pronto al empobrecimiento generalizado de la actividad escénica, con notables ausencias de nuevas dramaturgias, puesta al día del teatro clásico, producciones públicas de gran calado y espectáculos internacionales.
Los profesionales de las artes escénicas están mostrando, sin embargo, en Valencia un coraje estimulante ante los tiempos de crisis. No es que se pretenda volver a los inicios del teatro independiente, porque la experiencia empresarial de estos años forma parte de un activo innegable. Pero no se han quedado parados y están sustituyendo la ausencia de la tutela pública con la apertura de pequeñas salas de bajo coste donde representan sus nuevos textos y mantienen viva la cercanía de un público que los ha mantenido activos hasta ahora. El 65% de las 25 salas que ofrecen su programación en la ciudad corresponde a esas características de buscar una tabla de salvación frente a la crisis y los impagos de ayuntamientos y Generalitat. La última inauguración se llama Sala Ultramar. Ha reconvertido la antigua sala Gran Cielo en foro para teatro contemporáneo.

(Artículo publicado en la revista de teatro "Primer Acto", nº 342, tercera época)